El ladrón de almas

El ladrón de almas

lunes, 3 de junio de 2013

"Un corazón por otro", de María del Pino.


A Conchi y Cristobal, del registro de la
propiedad intelectual, por todo su trabajo y
buen hacer. Sobre todo, por su gran apoyo
y simpatía. Muchas gracias.




     En mitad del infernal campo de batalla que se disputa entre los caballeros del bien y los monstruos de las tinieblas, acaece el oscuro manto de una sombra lánguida sobre el lecho de tierra y sangre que asola la visión del entorno. Esta absorbe alma tras alma hasta que se acerca a un hombre postrado en el suelo, un pobre moribundo que aún lucha por su vida...
     Él nota cómo esa insípida presencia observa los últimos minutos de la vida que, sin querer, se le escapa. Los latidos de su corazón, rebeldes y osados, desean retener su espíritu a toda costa. Sin embargo, la muerte se acerca con paso lento y sereno, atrayendo el alma del guerrero recostado sobre el cadáver del que fue su adversario minutos antes. 
     Se escucha un rugido atronar en la distancia, pese a que en el campo de batalla se han ido dispersando las nubes que ensombrecían aún más la tétrica noche. La horda de caballeros del infierno que todavía aguarda sedienta por su sangre, desaparece junto a grandes y sollozantes gemidos gracias al claror del día que pausadamente se atreve a despertar y detener la lucha. La muerte, en cambio, sigue ahí, impasible, imperecedera. Cada vez, a cada enemigo caído, se ha henchido más, y más. Ya, ni la luz del sol es capaz de ahuyentarla para que deje al indefenso guerrero. Su hora está cerca.
     El valiente, decidido, se pone en pie. No está dispuesto a dejarse vencer. Contempla su desolado entorno buscando a algunos de los suyos, pero ya no hay nadie. Solo queda él. Un costado le cruje al mismo tiempo que sus vísceras no sienten pudor alguno en recrearse dañando su herida y en escupir más, y más, fluido interno. El caballero se despoja de su resquebrajada armadura y clava su rodilla en el suelo. Sabe, por desgracia, que no puede aguantar más. Como bien conoce su destino, saca la cruz que le dio su madre antes de partir a esta desigualada guerra. La besa arrojando una lágrima de dolor sobre ella. 
Desincrusta la hoja de su acero del cuerpo inerte del que fue su oponente y la incrusta con sus últimas fuerzas sobre el sangriento y basto suelo. Se aferra al mango de su espada en nombre del honor, después de haber guardado la cruz de su Santa Madre en el pecho. 
El silencio vuelve a apoderarse del entorno. Ni los pájaros se atreven a alterarlo. Incluso su corazón ha dejado de latir, advirtiéndonos de que ha muerto el último guerrero. 
     De fondo, un trueno ruge, melancólico, oxidado por tanta sangre derramada. El aire se agita y retuerce en cuestión de segundos, cambiando la aparente calma y transformándola en un cúmulo de agonía constante. Incluso el feroz aullido que emite la Madre Naturaleza recorre la enorme distancia que existe entre cerros y montañas, llanuras y ríos, hasta llegar al pueblo donde una vieja mujer reza a todos los Dioses por la vida de su hijo. Desea que las guerras acaben ya y le devuelvan, sano y a salvo, al fruto de sus entrañas.
     El viento trae nubes negras y un mal presagio, por lo que se asoma a la ventana con la ansiedad agarrándole el pecho. Por más que lo observa buscando respuesta, el cielo ni se atreve, ni puede, contarle lo sucedido. Simplemente se decide a llorar, derramando una gota de lluvia sobre su mejilla. Podría decirse que se trata de la misma que aquel guerrero derramó antes de morir.
     De repente, se escucha un trueno todavía más ensordecedor y, entre plegarias agonizantes que la mujer emite conociendo ya la desgracia acontecida, su corazón se estremece y cruje. Ella, con una mano en el pecho, acaba cayendo al suelo con la última palabra de un hechizo en los labios.
     Una cruz idéntica a la del guerrero cae al suelo de entre sus manos a la vez que éste recupera su alma del abismo. Un corazón ha dejado de latir para que el suyo resurja y pueda ponerse en pie, sanar y vivir lo que hasta ahora, entre guerra y guerra, no había podido... El hechizo que la mujer conjuró se llamaba: "un corazón por otro". 
     

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Por María del Pino.
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