El ladrón de almas

El ladrón de almas

lunes, 20 de mayo de 2013

Relato: "El reloj del ermitaño", de María del Pino.





     Había una vez, un viejo ermitaño que vivía solo, apartado en la cima de una colina. El tiempo se le había parado hacía ya tres años. Cada día recordaba su vida ya vivida. El alegre pasado de sus años le atormentaba. Recordaba su feliz infancia en el pueblo, su juventud en la ciudad, la primera chica a la que desnudó en una noche de borrachera, la mujer que le robó el corazón para hacerse madre de sus hijos, ellos... Pensaba mucho en su soledad actual, pues desde que enviudó y se quedó sin su mejor amigo, su compadre, solo bajaba una vez al año a ver a la familia. Y más que verlos a ellos, era para ponerle unas flores a su añorada Josefa.

     Siempre andaba meditando, culpándose de seguir con vida cuando ya todos los que formaron parte de su pasado no estaban con él. Un día, sentado en su mecedora miró al cielo y habló con el corazón en los labios:

     -Dios... Los remotos orígenes del hombre y de su pensamiento son misterios que jamás lograré descifrar. Ni yo, ni nadie. Pues aunque, algún día haya alguien que logre hacernos capaces de realizar lo imposible, o vivir largos años, somos demasiado complejos. La mente humana, los pensamientos, sus contradicciones (pues a veces decimos esto, y hacemos lo otro...) y los sentimientos y emociones que nos embargan son algo tan imperfecto que nos hace cuestionarnos, en ocasiones, demasiadas cosas sobre nuestra existencia. Según los que creemos en ti, existimos porque somos un capricho de tu ser y nos creaste a tu imagen y semejanza -hizo una pausa para meditar-. Entonces... Dios, ¿tienes, pues, nuestros mismos defectos?

     El hombre alzó sus cansados ojos sobre el manto azul del cielo esperando una respuesta que parecía no querer llegar.

     -Dios... ¿Amaste y pecaste como yo? ¿Sufriste por desamor? ¿Sentiste la avaricia, o el egoísmo?

  Los pajarillos seguían cantando y el susurro del viento era inalterable. No había más respuesta que el eco de sus propias palabras.

     -Supongo que sí, que al igual que yo he dejado a mis seres queridos para retirarme, pareciendo así olvidarme de ellos, tú también lo haces conmigo. No te culpo, Dios. Me lo merezco. Pero solamente me gustaría pedirte una señal. Si gustas, y tienes tiempo... una solución a mi problema. Como bien sabes, estoy solo, y no quiero vivir más. Me he cansado. Llévame contigo pronto, que quiero estrechar entre mis brazos a mi amada Josefa y ver a mis padres... No estaría nada mal poder hablar con mis hermanos y poder preguntarle a mi compadre dónde puso el reloj que me dijo que me arreglaría antes de sufrir ese maldito infarto que se lo llevó meses antes que a mi esposa. Comprendo que allí, en el paraíso prometido, no me hará falta ver el tiempo de un reloj que hace años que se paró, pero, al menos, me quedaré con el alma tranquila al saber dónde está y si lo tienen buenas manos. Ya debes saber que era de mi padre.

   El viejo siguió contemplando el cielo, meditabundo, con el alma empobrecida y triste.

     -Vaya... Otro día más que no me responde el Señor... -pensó en voz alta.


     Al día siguiente, caminó hacia el pozo. En el emparrado, observó una vieja cuerda. Mientras cavilaba y recordaba su añorado pasado, el ayer que tan feliz le hizo, en su mente pasaba la desesperación y el fin de su soledad. Justo cuando agarró la cuerda, se escuchó a un coche tocar el claxon a lo lejos. Giró su cabeza lentamente y vio cómo sus nietos pequeños se bajaban del coche. Estos corrían hacia él como pequeños duendes revoltosos. Venían gritando que iban a pasar un mes con el abuelito, caminando por el campo, cogiendo flores, comiendo queso de la cabra del abuelo, visitando el pueblo con él...

     -Pero... ¡hijo! -el anciano, sorprendido, clavó sus ojos sobre él.

     -Espero que no te molestemos, pero tenemos un mes de vacaciones y hemos decidido no dejar solo al gruñón de mi padre. Nos venimos. El que viene, Marta -dijo el joven refiriéndose a su hermana menor- vendrá dos semanas con el cuñado, y en Navidad nos vendremos toda la familia. Ya hemos hablado con Nati y opina igual que nosotros. Vamos a estar los tres hermanos con papá. Este año no nos echas... Ya has aguantado demasiado el luto y la soledad.

     -Nosotros queremos al abuelito -su nieta de cuatro años se aferró a su pierna.

     -Ernesto -le llamó la nuera-, Nati nos ha dado esto para ti -mostró una caja no más grande que una mano-. Dijo que se lo había dado hace unos días el hijo de tu compadre, que lo encontró en el cajón de su cómoda cuando al fin se decidió a guardar sus cosas.


     Nada más abrir la caja, vio su viejo reloj. Y, para su mayor asombro, funcionaba. Al lado, una carcomida nota exponía las siguientes líneas: 







"La vida sigue y no se detiene. El reloj vuelve a funcionar. Y si se para de nuevo, siempre habrá alguien más que lo hará moverse y andar..."




     El viejo ermitaño, de nuevo, alzó sus ojos hacia el cielo. Con una lágrima en ellos, dio gracias a Dios. Había comprendido la señal. No era su hora. Debía ser feliz con lo que aún le quedaba por vivir. 




___________________________
Por María del Pino.