El ladrón de almas

El ladrón de almas

sábado, 27 de octubre de 2012

"Las Fauces de la noche" (vestidos de zombies II), de María del Pino.



Muy buenas, amigos.

      Una vez más, otro año más, me veo aquí, junto a vosotros, "parodiando" la noche de Halloween un poco. El año pasado, para mi grata sorpresa, "Vestidos de zombies" (un relato de terror cómico que parodiaba las americanadas zombies que tanto gustan y entretienen), gustó bastante. Tanto, que dije de broma que haría uno para este año. En su momento no creí que llegaría a buen puerto, pero veo que lo hizo. Así pues, por las peticiones recibidas en estos últimos meses (y en los primeros), registré la segunda parte junto a otros relatos para mostraroslo y compartirlo. Es más, el primero llegó a publicarse dentro de mi libro "Relatos Profanos", así que a ver este pequeño nuestro adónde llegará.

         Espero que os guste y entretenga. Si tiene aceptación y mi "coco" da para más... Pedro, Jaime, Manolo, Lucas, Antonio y el taxista se despiden hasta el año que viene. O, quizás, no todos vivan para contarlo...

Si no habéis leído el primero: http://maria-009m.blogspot.com.es/2011/10/vestidos-de-zombies-de-maria-del-pino.html
_______________________


Vestidos de zombies II:


"Las fauces de la noche”


A Menchu, Antonio y Joaquín
porque simplemente se lo merecen.



A falta de una semana, había pasado un año desde que los chicos y el viejo taxista sobrevivieron a la catástrofe del polígono. Todavía los asquerosos y putrefactos zombies atormentaban las noches de muchos de ellos. Aquel nefasto día, al llegar a la ciudad, pactaron que no volverían a vestirse más de muertos vivientes para la dichosa fiesta de Halloween. Incluso el conductor, que estaba en el acuerdo nada más bajar del coche, sentenció que se jubilaría cuanto antes para no tener que llevar a nadie a sitios peligrosos y poner así en riesgo su vida.
Pedro, por su parte, recordaba cada día a Sarah. Sabía que si no hubiese muerto dos veces y hubiera sido inmortal hasta explotar, sería la chica de su vida. Estaba seguro de que se habría enamorado de ella. En cambio, ese pequeño e ilusorio idilio murió en la explosión de aquel polígono junto a todos los muertos-no-muertos y los muertos-vivos-inmortales.
Los chavales, aunque seguían siendo amigos del alma –y eso nadie se lo podía quitar de sus cabezas–, ya no salían juntos de fiesta a no ser que fuese a algún cumpleaños. Les recordaba a aquello que querían olvidar. Por eso, para seguir viéndose, habían impuesto el día PA (Para los Amigotes).
Se encontraban en pleno sábado 20 de octubre, reunidos en casa de Pedro, como solían acostumbrar la mitad de las veces. Manolo, el más vivaracho y alocado, intervino con una copita de más:
–¡Tíos! ¡La semana que viene es Halloween otra vez!
–Ya has roto la magia, Manu –Jaime puso muy mala cara.
–No nos lo recuerdes, ¡malaje! –bramó Lucas–. Yo aún tengo pesadillas.
–Podríamos disfrazarnos –insistió el primero, burlándose de los demás.
–Nada de eso –zanjó Pedro.
–Joder, tío... Eso ya pasó. Coincidió con la fecha y ya está. Si hubiese zombies, habrían continuado avanzando hasta aquí. Sin embargo, todo acabó allí aquel maldito día –se tiró encima de Antonio–. ¿Qué me dices, valiente?
–Claro, como tú no estuviste corriendo, solo, durante una hora, salteándolos hasta dar con el dichoso taxi... Hablas sin conocimiento de causa... ¡Loco, menos mal que di con el coche! Si no... me dejáis allí, creyéndome fiambre... –este se apartó de él un poco enfadado.
–La próxima semana creo que será mejor no quedar y permanecer en casa. Yo llamo a mi cariñito y que pase la noche conmigo –comentó Lucas.
–No... –intervino Jaime–. Tenemos que reunirnos. Cada vez nos vemos menos.
–Eso es verdad –susurró Pedro, melancólico por la añoranza de los viejos tiempos.
Durante dos minutos, el silencio destruyó el ambiente. Lucas y Antonio se habían echado novia, así que si estas tenían un plan mejor –o los engatusaban con sus mimos–, algunos sábados de PA se iban –malamente hablando– a tomar por culo. Así que tenían que quedar en una cafetería un día cualquiera para no romper el ritual de verse todos, al menos, una vez a la semana.
–Bueno, vale... ¡mierda-cagaos! ¡aguafiestas! –acabó diciendo Manolo con una sonrisa–. Hagamos una cosa mejor, ya que sois unos sosos. La casa de la sierra de mis abuelos, y mía, está disponible, miedicas. Allí estarán estos con mis tíos. Podíamos ir, aparcar los coches, coger las mochilas e ir de senderismo. Luego, volver antes de que anochezca, cenar con ellos y bajarnos antes de las doce –palmea la espalda de Antonio.
–¿Una barbacoa en el campo, tranquilos bajo la luz del sol? –sonrió este agarrando al otro.
–Eso también lo podemos añadir al senderismo –afirmó.
–¡Decidido! –exclamó Pedro.
Todos los chicos se pusieron en pie, unieron sus manos alrededor de la mesa, como mosqueteros, y gritaron:
"¡¡A LA MIERDA HALLOWEEN!!”.



Al fin llegó el esperado día treinta y uno. Eran las 07:00 a.m. y muchos de ellos se encontraban en pie, preparando sus mochilas y algunos suministros para la travesía. Habían quedado en un McDonals para ir en el coche de Pedro. Él se había comprado un todoterreno nuevo. Era sencillito y antiguo, pero de primera mano y grande.
Una vez allí, los jóvenes se miraron entusiasmados. Hasta Manolo parecía feliz e ilusionado. Pusieron rumbo a la sierra y se perdieron entre las colinas. Un giro, otro más... Antonio iba mareado y Pedro nervioso. No quería que por nada del mundo le volviesen a ensuciar la tapicería como en el Halloween de hacía dos años. Y menos en su coche “nuevo” con olor a “nuevo”, con presencia de “nuevo” y un sentimiento “nuevo” que le entusiasmaba. «¡Nada!», pensó y pisó el acelerador.
Cuando al fin arribaron a su destino, pusieron sus pies sobre la arenilla del caminito de la casa de los abuelos de Manolo. Respiraron confiados de que nada malo les podría ocurrir. Se dijeron que los zombies eran rollos de ciudad. Lo del campo solo creían que quedaba bien en los videoclips y películas de pueblos. Y por la noche.
Aparcaron en la puerta de la casa y fueron hacia esta. Aporrearon con fuerza.
–¡Abuelaaaa! –la llamó Manolo.
Todos se miraron un poco asustados hasta que la escucharon decir: “Voy”. Pasaron a saludar a los demás familiares, Pedro soltó las llaves del coche y se fueron con las mochilas y la paellera enganchada. Lucas, que era el encargado del gas, expuso que se lo olvidó. Por suerte, se podían hacer fogatas. Así pues, cogieron carbón y pastillas. Ya tomarían prestada la madera de la madre tierra.
Anduvieron dos horas hasta detenerse cerca de un arroyo. Allí, tontearon un poco mientras descansaban las piernas con una pelota de tennis que, por un casual, Jaime llevaba en la mochila de haber jugado con un amigo el día anterior.
Continuaron hasta parar en un lugar precioso. Un pequeño clarito donde decidieron, a la una del medio día, ponerse a hacer el arroz. Como era trabajo en equipo, cada uno sacó su preparativo: Jaime vino con el sofrito hecho de casa, Manolo con una tortilla del Mercadona calentada en el microondas para tapear –le miraron con mala cara ya que le dijeron que se levantara a hacerla como los demás–, Antonio trajo el arroz, los platos, cubiertos, servilletas y picoteo, Lucas la sal y la carne medio hecha y Pedro unas tapitas de salmorejo y su experta mano cocinera.
La comida olía de lujo. Estaban dándole unos minutillos al arroz para que reposase y no hirviese mientras hablaban. A su espalda, por un estrecho caminito, aparecieron dos vehículos de tamaño normal. Pusieron mala cara al ver que tendrían vecinos.
De uno de ellos bajó un hombre que les impactó. No sabían su nombre, pero lo conocían muy bien. Jamás en sus medio insensatas vidas lo olvidarían. Este, a los pocos segundos, se percató de la presencia de los jóvenes y alzó su mirada hacia ellos.
–¡¡Pero!! –exclamó como si hubiese visto al mismísimo diablo.
Enseguida los chicos y el hombre mayor, alarmados, miraron a su alrededor. No había nada. Suspiraron hasta que el susodicho, pálido como ellos, se les acercó.
–Hola, ¡cuánto tiempo! –dijo el taxista–. ¿Qué hacéis aquí? Me ha costado reconoceros sin los potingues que os pusisteis –admitió.
–Pasamos de los rollos de Halloween. El último lo tuvimos el año pasado –contestó Jaime.
–Igual que yo, chico... –le puso la mano en el hombro a Antonio–. Vendí el taxi y me jubilé.
–¿Has venido con la familia? –curioseó Manolo.
–No, precisamente es el padre de... –se atrancó unos segundos– de la chica que os conté que devoraron delante de mí... No quería encerrarse en casa y pensar en el día que es.
–¿Seguís hablándoos? –se sorprendió Pedro.
–Digamos que le mentí un poco. No podía decirle lo que ocurrió realmente. Ya sabes, le dejé creer lo que informó la tv... Le expliqué que no la encontré donde me dijo y que, por más vueltas que di, no vi rastro de ella. Así que me pilló la bomba y soy superviviente, como vosotros... Hoy me ha invitado con su familia a pasar el día. Se siente culpable por haberme enviado de vuelta al polígono. Es un buen hombre...
–¡Cabrones! –se mosqueó Manolo–. No saben decir la verdad. Al menos, nos callaron la boca con una buena suma de dinero...
–Con eso yo todavía me pago el psicólogo –suspiró Antonio tras decirlo.
–Oye... –el taxista captó la atención después de un silencio incómodo–. Huele de maravilla –señaló el arroz.
Después de unas risas forzadas, el hombre volvió con los suyos y comenzaron a hacer chuletas. Finalmente, se juntaron de muy buen rollo. Los padres echaron alguna que otra lagrimilla al conocer de qué los conocía el taxista. Según les dijo, se salvaron gracias a que se metieron en su coche a tiempo, cerca de las afueras.
Mientras Antonio intercambiaba con la mujer una chuleta por un poco de arroz –ya que los muchachos habían hecho para un regimiento–, este escuchó algo raro detrás de unos arbustos. Dirigió su visión hacia ellos. Como dejaron de moverse, no le dio ninguna importancia al asunto. No obstante, la maniobra se volvió a repetir cuando caminaba hacia la posición de los demás muchachos.
–Tío... –le dijo a Pedro, el más formal, serio y perspicaz del grupo–. Quizás pienses que estoy loco, pero aquel matojo se mueve –se lo señaló.
Justo al echarle un vistazo, se paró.
–¿Lo has visto?
–Ha podido ser el viento o un animal.
–Si lo fuese... –Antonio tragó un nudo para poder seguir hablando–, sería un bicho enorme. Cierra los ojos y presta atención al sonido –dijo mientras dejaba el arbusto a su espalda.
Pedro lo hizo durante un rato. Tiempo en el que escuchó a la maleza removerse de una forma brutal. Abrió los ojos justo para ver que se detenía al mirar hacia allí.
–Joder, tío... Lo he visto de gordo...
–¿Ves? –Antonio empezó a agobiarse.
–No creo que sean zombies. No te preocupes... –trató de serenarlo pese a que él se decía que necesitaba una bombona de oxígeno para seguir en pie.
Con cautela y disimulo se encaminaron hacia los demás, los cuales disfrutaban de una rica tarta de queso que les había dado la afable mujer. Nada más contárselo, a Lucas se le cayó el plato y Jaime engulló como los palomos. Manolo, el incrédulo, se burlaba de ellos.
Mientras los cuatro asustados debatían en si contárselo o no al taxista, se escuchó un descomunal rugido gutural que silenció a los dos bandos. Todos, sobresaltados, dirigieron su vista hacia los matojos. El hombre desconocido, padre de la chica que fue devorada, se dirigió hacia ellos. Antonio le gritó y rogó, desesperado, que no lo hiciera, pero él, curioso y sin temeridad alguna, continuó. De repente, un lobo enorme, marrón, con vetas muy oscuras en el lomo, lo tiró de espaldas. Él hombre trató de forcejear en vano. En vano porque lo único que hizo el lobo fue usarlo de catapulta para cruzar entre los humanos. Luego, desapareció corriendo ante la atónita expectación de los presentes. Parecía perseguir algo.
La esposa del caballero lo recogió del suelo, llorando, impactada...
–¿Estás bien? –preguntó una y otra vez.
–No quería hacerme daño... –respondió sorprendido–. Me ha dicho algo con su mirada...
–¡Vámonos de aquí, por Dios! –exclamó Antonio.
–Sí... –corearon al unísono Lucas y Jaime.
–Nosotros también deberíamos... –añadió el taxista.
Nada más terminar la frase, apareció un hombre en escena. Se estrelló contra el suelo ante la vista de todos. Éste traía las ropas raídas, sucias... Parecía sacado de un cementerio. Además, tenía sangre. Su piel grisácea y venosa, para más inri, daba la impresión de estar como los muchachos pensaban: “en el otro barrio”. Dos de los chicos gritaron junto a la mujer.
–¿Se encuentra bien? –le dijo uno de los otros acercándose con valentía.
El tipo no reaccionó. Simplemente se levantó y empezó a andar en dirección contraria.
Al ver que le faltaba un cacho de carne del muslo, Antonio gritó de manera desgarradora:
–¡Un zombie!
Uno de los señores que acompañaban a la familia se interpuso para preguntarle qué le había pasado, si el lobo le había atacado. Para su sorpresa, la amabilidad fue rechazada. Este lo sacudió con tanta fuerza que lo estrelló contra un árbol antes de echar a correr y desaparecer de sus vistas. Los chicos comenzaron a correr de un lado para otro, sin saber qué hacer, hasta que volvió aquel enorme animal de pelaje marrón a betas y erizado. La bestia les lanzó un rugido siniestro. Les gruñía sin cesar en una especie de murmullo que solamente el animal entendería.
Pedro acabó agarrando las patas de la barbacoa que la familia trajo y la sujetó cual arma, como antaño con la silla. Manolo, detrás de él, tomó una de las chuletas que habían caído al suelo y se la lanzó diciéndole: “perrito bueno, ¡vete de aquí!”. La bestia, por el contrario, les enseñó los dientes, enfadado, y aulló un poco.
–Creo que deberíamos irnos... –expuso el taxista.
–Abrid el coche lentamente y nos metemos como sea –susurró Pedro.
El lobo escuchó algo y se esfumó. Corría tanto, que apenas lo vieron alejarse. Enseguida se metieron en los vehículos. No se preocuparon de recoger ni la basura, ni las sillas, ni nada. Estaban acobardados.
Los chicos se amontonaron encima de las familias tal y como dijo Pedro. Antonio y Manolo, que estaban más cercanos a los maleteros, se refugiaron ahí. El segundo, por suerte, pudo asomar la cabeza quitando la tabla. El primero se metió, como pudo, en el del otro vehículo junto a la nevera vacía que ya habían guardado anteriormente. Por fortuna, pese a ser musculoso, era un chaval con buena flexibilidad. De ahí que su agilidad y resistencia le salvaran la vez anterior de ser devorado por los maltrechos zombies mientras corría o trepaba por una farola.
Lucas y Jaime iban en el coche familiar más grande, sentados encima de las personas, junto al taxista y Antonio(en el maletero). Pedro, en el otro, se sentó de copiloto con la señora encima de las piernas. Por suerte, era una mujer muy pequeña y cabían bien. Con rapidez y sin pensar, arrancaron los motores. Los chavales les guiaron hasta la carretera más cercana que daba a la casa de sus abuelos, a varios kilómetros.
–¿Os llevamos hasta allí? preguntó el hombre–. De verdad, no nos importa.
–No os preocupéis, el lobo estaba muy lejos e iba en dirección contraria. No creo que se encuentre por esta zona. Es un poco más urbanística. El resto ya lo hacemos andando. Gracias... –habló Manolo desde atrás.
Al bajarse los cuatro chicos, suspiraron pensando que ya se hallaban en terreno seguro. El lobo les había dado un buen susto. Se despidieron del taxista con dos o tres palabras secas. Los coches arrancaron de nuevo y se alejaron. Se voltearon en dirección a la cancela y contaron cuántos iban.
–Tío... ¿Dónde coño está Antonio? –a Manolo se le abrieron los ojos de par en par.
–¡Mierda! –exclamó Pedro con las manos en la cabeza.
Corrieron un poco para ver si los veían, pero nada. Antonio iba en el maletero. Por desgracia, ninguno tenía el número del taxista para advertirles. Desanimados, anduvieron en dirección a la casa. Anochecía. El sol caída con rapidez debido a la estación.
Al llegar, vieron la cancela cerrada. Manolo les confesó, mientras abría con su llave, que su familia ya se había bajado y que la cena la iban a hacer ellos solos, que él había pretendido gastarles una bromita que ya, con la pérdida de Antonio, no tenía gracia.
–¡No hables como si estuviese muerto, joder! Cuando lleguen lo sacan –Lucas parecía bastante enfadado.
–Escuchad, no nos vamos a quedar. Entramos al servicio y esperamos unos minutos por si se acuerdan de que está en el maletero y vuelven... Después, nos piramos de aquí ¡a la de ya! –le entró un escalofrío por el cuerpo a Pedro–. Como diría el pobre Antonio... Tengo un mal presentimiento.
El primero en entrar al cuarto de baño fue este, el cual se tumbó en el sofá al salir y ver que Jaime necesitaba más tiempo debido al susto. Manolo y Lucas se pusieron a jugar al Fifa mientras tanto. Cuando salió, le tocó el turno a otro.
Pedro, durante la espera, empezó a adormilarse. Sin querer, acabó en el séptimo cielo. Al despertarse, la oscuridad se tragaba la habitación. Todo en penumbra menos la televisión.
–¿¡PERO!? –rugió.
Manolo y Lucas dejaron de jugar al mismo tiempo que él se levantaba y encendía la luz. Al hacerlo, se encontró a Jaime durmiendo a la pata suelta en el otro sofá.
–¿No nos íbamos? –se alteró.
–Os quedasteis durmiendo y decidimos esperar cinco minutos más para acabar –respondió Lucas.
–Sí... Y luego diez porque se alargó la cosa con empate... –sonrió Manolo.
–¿Pero habéis mirado la hora? –Pedro enarcó las cejas al ver que eran las diez de la noche–. Habéis estado ahí pegados dos horas como mínimo...
–Bueno... Ya nos podríamos quedar a cenar... –el anfitrión se mostró natural–. He visto en el frigorífico que mi abuela nos ha dejado unas cuantas cosas y sería una pena tirarlo.
–Por mí vale, pero debemos estar en la ciudad antes de las 00:00... ¿eh? –especificó Lucas rompiendo el efímero silencio creado–. Voy a avisar a mi novia –sacó el móvil.
En ese momento, enfurruñado, añadió que no tenía cobertura. Pedro se sentía culpable por volver a dejar que, en un día tan señalado, Antonio sufriese el hecho de tener que ir, solo, en el maletero de un coche hasta la urbe. Por suerte, pensó que si les pasaba algo malo a ellos, él estaría sano y a salvo en la ciudad. Viviría para contarlo.
Comenzaron a cenar. La abuela de Manolo les había dejado todo un festín. Tortilla de patatas de la buena, dos pollos asados para calentar junto a una bandeja enorme de patatas y jamoncito que había traído el tío de Manolo desde Salamanca.
–Hostia, tío... Este jamón se sale... ¿De dónde lo has sacado? –preguntó Jaime.
–Lo ha traído mi tío de Maestros Jamoneros –respondió orgulloso–. Y el aceitito que le acompaña es Lajar, de Talavera de la Reina. Es que mi tío es amigo y se lo han regalado por su enorme amistad y su cumpleaños, claro... Está de vicio...
Pedro, que no era muy reacio a echarle pringue al jamón, lo probó. Estaba tan exquisito, que comenzó a devorar con ansia, olvidándose de todo y disfrutando de la velada. Mojaban el pan en el aceite Lajar y se hacían bocadillos con el jamón. Les sobró casi un pollo entero con tanto ímpetu puesto sobre lo demás.
De repente, a las once y media, el más sensato y serio miró el reloj y se alteró. Empezaron a recoger con rapidez. Ninguno quería estar a las 00:00 fuera de la casa y del coche.
Un ruido en la puerta les sorprendió. Tragaron saliva mirando la hora. Eran las doce menos veinte. Manolo echó una ojeada por la mirilla y vio al taxista herido de un brazo. Sangraba bastante. Le abrió raudo. Una vez más, temblaba, asustado. No podía articular palabra alguna. Los muchachos no dejaban de preguntarle qué le había ocurrido y dónde estaba Antonio.
Cuando al fin pudo reaccionar, los mandó callar y apagar las luces. Lo hicieron sin rechistar mientras Manolo echaba todos los cerrojos de la puerta de hierro de la parte de atrás. Al volver, comentó que hoy iba a ser noche de luna llena.
–Nos han atacado... –musitó el hombre al fin.
–¿Quiénes? –preguntó Pedro.
–No lo sé... era el tipo de antes con ocho o nueve más... –tembló–. ¡Joder! ¡Joder! –exclamó–. ¡Me ha ocurrido otra vez! ¡Soy un desgraciado! ¡Los han matado a todos! ¡Lo he visto con mis propios ojos!
El taxista, como pudo, trató de contar la historia. Explicó que a unos veinte minutos de aquí, escuchó un ruido en el maletero. Mandó parar y lo volvieron a oír. Se detuvieron los dos vehículos y él se acordó que no habían bajado al quinto muchacho. Enseguida salieron para ver cómo se encontraba. Los otros le imitaron enseguida. Sin embargo, aparecieron hombres y mujeres muy raros que parecían estar sufriendo ataques epilépticos. Andaban hacia ellos.
Aterrados, dijo que se metieron dentro otra vez y arrancaron. Aceleraron entre las curvas porque estos corrían mucho. Así que, claro, al ir por terreno peligroso, debían ir frenando. Su coche derrapó, cayendo cuneta abajo. De los que iban con él, todos sobrevivieron. De hecho, fue el único herido al reventar el cristal de la ventanilla y cortarle el brazo. Subieron arriba para coger el botiquín e informar a los otros que se encontraban bien mientras el hombre, herido, intentaba abrirle a Antonio. Cuando alzó su vista al comprobar que se habría con la llave de dentro, vio cómo los locos que el creyó zombies desmembraban y se comían a sus amigos. Eso le produjo un vómito. Mandó callar a Antonio, explicándole lo que había visto. Procuraba sacarlo sin tener que ir por las llaves. De repente, lo sorprendieron. Por fortuna, un lobo se puso a pelear con el extraño humanoide. Eso provocó que su huida fuera fructífera. Huyó durante todo el tiempo hasta la casa donde se encontraban los chicos, no sin antes haber ido a otras, pero no había nadie en ellas.
–¡Joder! –gritó Manolo.
–¡Son las doce menos un minuto! –exclamó Pedro, el cual se asomó por una rendija de una de las ventanas.
Frente a él, contempló al mismo individuo de antes. Éste escrutaba la casa. Aunque su apariencia sepulcral pareciera de no-muerto, su forma de actuar no parecía la de un zombie. Si no fuese por la oscuridad del interior, por la cortina y la reja gorda, aseguraría que el tipo lo estaba observando.
Al ver que comenzó a convulsionar mientras el reloj exclamaba con agónicos quejidos que eran las 00:00, tragó saliva.
Les hizo a todos asomarse por las tres ventanas que daban a este lado y vieron lo que nunca creerían que verían –aunque después del ataque zombie... ya nada les parecía imposible–. Ese tipo se estaba transformando en un hombre-lobo de pelo grisáceo. Después de desgarrarse las ropas, le siguió la piel. La expulsó a tiras de su cuerpo, como si su aumento de grosor se lo exigiera a una tela de papel. Aulló cuando finalizó y se marchó a dos patas. No sin antes haberle dedicado una última mirada a la ventana de Pedro. Parecía un aviso.
Los jóvenes, con parsimonia y serenidad aparente, bajaron todas las persianas hasta el final. Por suerte, Manolo informó que todas las ventanas tenían unas gruesas rejas de hierro instaladas recientemente debido al último robo que tuvieron. Justo al decirlo, recordó que la del baño de arriba no las tenía. Lo único que esta poseía era una persiana y una mosquitera. Como flechas, subieron. Para su satisfacción personal, se encontraba bajada del todo. Cogieron y la atoraron con la madera de la puerta del cuarto de sus abuelos. A la vez que atrancaron ese baño con un mueble de hierro que había en la habitación de su tío, el cual había sido militar y lo tenía todo muy guerrillero. Dejaron esa entrada, o salida, inaccesible –antes cedería la pared que la barricada–, así que se fueron a asegurar toda la casa.
Manolo daba gracias al cielo, y a los ladrones, por haber puesto todo de metal. Era casi hasta antibombas. Estaba incluso más seguro de las puertas y ventanas que de la propia pared. Y eso que mucha de ella era de piedra.
–¿Qué hacemos? –se atrevió a preguntar Jaime.
–No sé, tíos... –Manolo estaba muy intranquilo.
–Somos los peores amigos del mundo... –Lucas se llevaba las manos a la cabeza continuamente. Creo que mi trauma se agrava...
–Debemos ir por él... –dijo Pedro.
–¿Estás loco? El animal está ahí fuera –terminó la frase con un alarido, ya que el reloj sonó estrepitosamente una vez más, denotando así que eran las doce y media de la noche.
–Salir de aquí no es buena idea... –susurró el taxista.
Un aullido le hizo mirar a Pedro por la mirilla. Había un hombre-lobo, de pelaje negro, peleándose contra el lobo de antes. En esos momentos se percató de que habían sido unos estúpidos. Apagan todas las luces de dentro –alumbrándose así con los móviles y una pequeña luz de lámpara de mesita de noche–, y van y se dejan la del porche encendida.
Discrepaban en si apagarla o no, ya que si lo hacían, iba a ser obvio que se encontraba alguien en casa. Manolo expuso que sus abuelos se la solían dejar de vez en cuando, así que mejor no tocarla. Luego, el taxista intervino, exponiendo que la luz era lo de menos... Había un todoterreno en la puerta de la casa. Pedro volvió a observar a través de la mirilla para ver a qué distancia se encontraba el vehículo.
–¡Joder! –exclamó.
–¿Qué ocurre? –le preguntó Lucas.
–El lobo es más peligroso que los hombres-lobo. ¡Se lo acaba de cargar! –se puso nervioso.
Manolo y Jaime, los más curiosos, levantaron una pequeña rendija de la persiana para ver por ella. Llegaron justo para contemplar cómo arrastraba el cuerpo del monstruo hacia los matorrales. En el camino, este ser, mitad hombre, mitad lobo, iba empequeñeciendo hasta adquirir la silueta de una muchacha bastante jovencita. Lo último que vieron, antes de desaparecer tras los arbustos, fue la cara de esta llena de sangre y con las mordeduras del lobo.
Siguieron con la mirada perdida en aquel lugar, “acojonados” como ellos mismos se repetían, una y otra vez, mentalmente. De ahí salió un chico de su edad, de pelo moreno. Venía poniéndose una chaqueta y sin zapatos. Corría hacia la casa, vivaracho, chupándose una mano. Al estar en el porche, vieron que por unos lados su pelo era un poco más oscuro que por otros. Llamó a la puerta, sonriendo, pero nadie contestó. El joven alzó un poco la voz. Informó que sabía que los cuatro estaban allí con el señor accidentado. Decía que le tapasen la herida cuanto antes porque olía su sangre a un kilómetro.
Ipso facto, Lucas fue a curarle el brazo y a ponerle algo en el cuarto de baño de abajo. Manolo quiso decirle cuatro cosas en plan arrogante, pero se calló al ver que, de entre los árboles del fondo, aparecía otro hombre-lobo de pelaje marrón oscuro.
–Tío, ábrele que él es como nosotros –Jaime se puso nervioso al ver al bicho mirar al chico.
Pedro quitó el primer pestillo, pero el joven habló.
–Espero... –decía mientras se desprendía de la chaqueta y la tiraba a un lado– que tengáis unos pantalones para dejarme...
Justo al terminar de decirlo, salió corriendo hacia la bestia. Dio un salto enorme y se transformó en aquel lobo grande de pelaje marrón a betas. Luchó con ventaja hasta que apareció otro más. Ahí la cosa ya se le torció bastante. Empezó a echar sangre de su hocico y le mordieron una pata trasera.
–¡Mierda! –exclamó Pedro al ver que le estaban dando una paliza.
–¡Debemos ayudarle! –vociferó Jaime.
–Un momento –Manolo corrió hacia arriba, cruzándose con el taxista y Lucas por el camino.
En un par de minutos, apareció con un rifle, una escopeta y una pistola. Asombrados, le preguntaron de dónde narices había sacado tal arsenal. Expuso que de la habitación de su tío, el cual, obviamente tenía permiso de armas. Mientras las soltaba, explicó que le dio por intentar ser cazador. También contó que lo dejó por falta de entusiasmo.
–No entiendo de estas cosas, así que ni idea de cuál pertenece a cuál –sacó un montón de balas.
–Da igual, mételas donde sea y dispara. ¡Lo van a matar! –exclamó Jaime desde la ventana ya más abierta.
–¡Dejadme a mí! Yo he cazado conejos en mis tiempos mozos y entiendo de esto –intervino el taxista.
Las cargó todas y se dedicó a separar la munición. Mientras tanto, Pedro agarró el rifle y abrió la puerta de golpe, seguido de Manolo con la pistola. Entre los dos, desde la distancia, se dedicaron a coser a balazos a uno de los dos monstruos, teniendo, por suerte, la puntería necesaria para pegarle un tiro en la cabeza y matarlo. Del otro ser, se libró el lobo.
Los dos chicos retrocedieron hasta chocar con la puerta, encañonándolo, al ver que el de cuatro patas se acercaba a ellos, cojeando. Asombrados, vieron su lenta transformación en humano. Iba gateando y desnudo.
–¡No te muevas! –le amenazó Manolo.
–¡Idiota! ¿Por qué te crees que aún estáis vivos? –masculló.
Un aullido rompió el silencio de fondo. Pedro, diciendo: “que sea lo que Dios quiera”; lo agarró del suelo y lo metió dentro ante la insólita mirada de su amigo.
–¡La chaqueta! –exclamó el muchacho.
Manolo la metió dentro y volvieron a cerrarlo todo. Él les ordenó ir arriba y quemar las gasas y las ropas con sangre. Las olía. El anfitrión les dio ropa limpia al taxista y al chico, el cual, sacó las llaves del coche que volcó de la chupa.
–Vuestro amigo sigue ahí. Mientras continúe callado como le he ordenado, y tengamos esto, estará a salvo. Ellos no pueden olerlo –sentencia.
–¿Pero qué diablos está pasando? ¿Qué eres? ¿Qué son? –Manolo se alteró, agarrándolo de la chaqueta y levantándolo del suelo.
–Me llamo Joaquín y soy un hombre-lobo. De los de toda la vida... Me transformo cuando quiero, no con la luna llena como dicen los cuentos o les pasa a esos de ahí afuera. Ellos son el producto de un mal mordisco que dí a un lobo en una pelea por defenderme. Este se convirtió en un lobo-hombre. Es decir, lobo con aspecto de hombre. Eso sí, tanto mi mordedura como la suya, a ciertas personas las transforma. Si lo hago yo, bien, y si lo hace él... les hace actuar a su voluntad. Es decir, son, como os he oído hablar antes, una especie de zombies teledirigidos con una fuerza brutal y unas mandíbulas voraces. Cuando vuelven a ser humanos, su cerebro está frito, así que actúan a voluntad del jefe. Y he de informaros de una cosa. Va detrás de uno de vosotros cuya sangre podría mutar. Como veréis, está haciendo una manada con humanos en la que es el macho dominante.
–¡Joder! –exclamó Lucas.
–¿Quién de nosotros es? –preguntó Jaime.
–¡No! –exclamó Manolo–. Es mejor no saberlo...
–Sí... –Pedro zanjo–. Así, si le muerde, sabemos si corremos peligro y a quién tenemos que mantener más alejado.
Todos afirmaron y Joaquín acabó hablando:
–Tú –señaló a Pedro.
Los demás, a parte de aliviarse, sintieron una gran pena por él. El hombre-lobo explicó que ha acabado ya con casi todos, pero que siguen quedando dos. El verdadero lobo y otro bastante fuerte.
–¿El real no será el tipo que nos atacó en el llano? –preguntó el pobre y desdichado elegido, recordando que ese le había estado observando desde la distancia, en la ventana.
Joaquín afirmó y Pedro supo lo difícil que lo iban a tener. Por suerte, su nuevo protector había sanado ya al cien por cien. Como le rugió la tripa, le ofrecieron comer para reponer fuerzas mientras trazaban un plan para ir a rescatar a Antonio. Cuando le acercaron el jamón, arrugó la nariz. Alegó que el cerdo no les gustaba en absoluto, y menos así, pese a que los hombres-lobo de verdad podían comer y subsistir con comida de humanos. En esos instantes, tuvieron una brillante idea de despiste, o posible sorpresa. Sacaron todo el arsenal jamónico de Mestros Jamoneros y cubrieron bastante a Pedro por encima de la ropa. A continuación, lo embadurnaron de aceite Lajar hasta las manos, lugar donde se puso unos guantes de lana para poder seguir usando el rifle. Ya había demostrado sus dotes de puntería y nadie quiso impedir que él lo llevase.
Lucas y Jaime, decidieron echarse un poco de aceite por el pelo, la cara, el cuello y los hombros. Antes de salir, agarraron el palo de la fregona y una vara de hierro bastante pesada que rondaba por la habitación del tío de Manolo. El taxista, ya en la puerta, preparado para abrir, miró a los chicos y no pudo evitar reírse.
–¿Qué pasa? –se mosqueó Lucas.
–Si os comen, ya sean zombies, hombres-lobo, o extraterrestres, podréis decir que os habéis puesto en bandeja de tostadas. Vais de comida... Ja, ja.... –se llevó al estómago la mano mientras trataba de contener la risa–. Sea el año que sea, siempre os disfrazáis de algo...
–Muy gracioso... –sonrió Manolo.
–Si nos comen, al menos, que les sepamos mal... –se rió Jaime con algo de ironía.
Abrieron la puerta y Joaquín salió el primero para comprobar la zona. Iba con la chaqueta puesta, el pecho al aire y un pantalón de pijama azul oscuro. Se metió en el coche y, conduciéndolo, lo acercó más. Salió y les dio vía libre. Todos se montaron menos él, que dijo de ir arriba, sentado para poder ver mejor y no tener que soportar el  hedor. Justo cuando salían de la parcela, a Manolo se le ocurrió frenar el vehículo.
–¿Qué haces? –preguntó Pedro, desde el asiento de atrás, agazapado y escondido mientras abría el último envase de jamón. El coche cada vez olía más y más a comida.
–Tío, he de cerrar...
–¿Cómo que vas a cerrar? –Jaime le golpeó en el hombro desde atrás.
Empezaron a discrepar. A los demás no les importaba que la casa se quedase abierta. Es más, le preguntaban quién diantres iba a ir a robar habiendo monstruos por los alrededores. Finalmente, Joaquín tocó la ventanilla y le pidió las llaves de la cancela a Manolo. Vio que era más rápido cerrarla que seguir viendo cómo discutían. Mientras Manolo volvía a subir el cristal, el muchacho iba hacia allí sacudiendo la cabeza debido al terrible olor que, para él, salió del coche al bajar la ventanilla. Todos lo miraban absortos hasta que apareció un monstruo de pelaje gris delante de ellos. Fueron a avisar al joven, pero se lo llevó el otro bicho en una especie de placaje brutal.
El conductor aceleró y lo atropelló.
–¡Mi coche! –gritó Pedro a la vez que la bestia rodaba por encima.
–¡Tú sigue ahí escondido, idiota! –le gruñó el taxista sacando más visiblemente la escopeta.
La bestia logró engancharse a la rueda de atrás del todoterreno, arrancándola de cuajo. Rompió el cristal, entre rugidos. Cuando el olor a jamón y a aceite pareció sorprenderle, la escopeta del taxista le encañonó la cara. Saltó hacia atrás justo para no recibir un balazo en las fauces, rodando por el suelo mientras se alejaban. Por suerte, pudieron huir y dejarlo atrás.
–¡Ya veo el coche! –bramó Lucas en el asiento del copiloto.
–Lo siento por tu todoterrerno, Pedro, pero no tengo cojones suficientes para bajar ahí sin él –pisó el acelerador.
El coche voló por los aires, cayendo en terreno salvaje y natural. Comenzó a botar gracias a los amortiguadores, haciendo así que no se despeñase como el anterior que se hallaba al revés. Por desgracia, en el último volantazo, se le descontroló a Manolo y acabaron impactando contra el costado del otro. Salieron todos menos el conductor, el cual, se quedó encargado de vigilar la retaguardia y mantener el coche a punto para una posible huida.
–¡Mierda, las llaves! –Jaime se golpeó la frente.
–¿Chicos? –se escuchó a Antonio al otro lado de la chapa.
–Estamos aquí, muchacho... ¡No te preocupes! ¡Te sacaremos de ahí! –el taxista sonaba amable.
–Has venido por mí... Y los has traído –sollozó desde dentro.
–Tío, como el año pasado... Nos salvaremos los seis –Manolo, bajándose del coche, se acercó e intentó abrir el maletero con las llaves de casa.
–¡Me cago en...!¡Las tiene Joaquín! –Jaime apuntó al infinito con la pistola que su amigo había soltado en el suelo.
De repente, apareció el monstruo delante de ellos y comenzaron los gritos de auxilio y terror. Pedro le disparó varias veces, pero lo esquivó, ocultándose entre la oscuridad de la noche.
–No veo más allá de lo que alumbra el coche... –informó.
–Yo tampoco –el taxista parecía un experto tirador por su forma de coger la escopeta. Además, como de vez en cuando disparaba y acto seguido se escuchaba movimiento, parecía tener mejor vista nocturna que ellos.
–¿Escuchas esto? –preguntó Manolo a Antonio.
–¡Sí!
–¡Pues pégate ahí todo lo que puedas porque voy a pegar un tiro a la cerradura en dirección contraria! ¿Vale?
–¡¡No!!
–¿¡Ya!?
–¡Me vas a matar!
–¿¡Ya!? –acabó cuestionando Pedro al ver aparecer al maldito lobo-hombre en escena.
–¡Joder! ¡Dispara y que Dios me pille confesado! –exclamó.
Justo al hacerlo, el chico gritó estrepitosamente. Lograron abrir el maletero. Lo sacaron con rapidez, sudando y pálido junto a un plato lleno de jamón y queso. El monstruo avanzaba al ver que Pedro se había quedado sin munición y el viejo buscaba las balas por el suelo. Antonio, ignorante-visual de todo hasta ese momento, al contemplar la escena que se hallaba a escasos metros de él, maldijo a sus amigos por abrir el coche en un momento tan inoportuno.
Al ver que la bestia iba a atacar a Pedro, Jaime agarró el palo de la fregona que había cogido y lo golpeó con ganas. Para su infortunio, se partió en su espalda. En cambio, Lucas repitió la misma operación con la barra de hierro. Eso sí le hizo daño. No obstante, el lobo-hombre se los apartó de dos manotazos, como si se tratasen de simples moscas. Finalmente, consiguió agarrar a su víctima. El joven forcejeó e incluso sacó una loncha de jamón del bolsillo. Se la metió en la boca, pero obviamente eso no sirvió de nada. Por el contrario, logró pegarle un leve bocado y arrancarle el guante de la mano derecha. Justo en ese instante, apareció Joaquín por detrás con aspecto humano. Lo agarró con una fuerza brutal y se lo sacó de encima al chico.
Pedro comenzó a convulsionar ante la mirada del taxista, el cual lo sujetó con tenacidad antes de caer desplomado al suelo.
–¡Rápido! ¡Matadlo antes de que Pedro se transforme! –gritó Joaquín a los muchachos.
Los cuatro amigos, afectados y en tensión, se miraron con lágrimas en los ojos. Una ira interna les abordó, dirigiendo sus ojos hacia las terribles fauces de la noche. Sin contemplación, ni remordimientos, agarraron entre los cuatro la gran vara de hierro. Corrieron hacia estos y atravesaron al enemigo al mismo tiempo que Joaquín se retiraba.
El coraje de los cuatro hizo retroceder a la fiera hasta un tronco, lugar donde lo dejaron incrustado. Mientras recobraba su presencia humana, lánguida y extraña, Joaquín trató de dispararle con la pistola entre ceja y ceja, pero no tenía balas.
En ese momento, el lobo-hombre se dedicó a sonreírles al mismo tiempo que intentaba salir del hierro. Aulló de dolor mientras se desplazaba por él hasta que un tiro le atravesó la cabeza, salpicándoles a todos con su sangre. Sorprendidos, se giraron hacia atrás y vieron al taxista, ya más cerca, con la escopeta.
Los amigos no se atrevieron a caminar hacia el rígido y sereno cuerpo de Pedro. Joaquín, que sí lo había hecho, les sonrió con sinceridad. Expuso que saldría vivo de esta aventura.
Sus amigos, aterrados, le preguntaron si se convertiría y él les expuso que no, que al matar al que lo debía dominar antes de que le friera el cerebro, ya no le surtiría ningún efecto a no ser que él le mordiese...
Los amigos finalizaron el momento abrazándose junto al taxista. No se podían creer que todo les ocurriese a ellos.
Consiguieron reanimar a Pedro al cabo de una hora. Le contaron lo sucedido desde su desvanecimiento y que estaba bien. Aturdido, se escrutó la mordedura de la mano detenidamente. La sangre había dejado de brotar y parecía sellar rápido y sola, sin necesidad de puntos o curas. Suspiró aliviado mientras el cuerpo del lobo retornaba a su completo y animal ser.
A continuación, observaron al muchacho. Buscaron respuestas a sus millones de preguntas, pero solamente les comunicó que ya no tenían nada que temer. Él se iría a otro país, a las montañas, fuera de contacto humano y animal, para así no volver a poner en peligro a nadie, ya que no siempre que mordía, ocurría lo acontecido. Expuso que se encargaría de la casa del abuelo de Manolo para que pareciera una víctima más –como la familia que murió– de una guerra sanguinaria entre bandas con creencias vampíricas. Así los indemnizarían por los estropicios del baño. El hombre mayor, al recordar a sus amigos, lloró desconsoladamente. Maldecía su suerte.
Se despidieron del joven hombre-lobo y se montaron en el magullado todoterreno de Pedro. Tras preguntarle al taxista su nombre y responder que se llamaba Tomás, arrancaron el motor.

De nuevo, mientras observaban los primeros rayos de sol, pusieron, una vez más, otro año más, rumbo a la ciudad sanos y a salvo.




FELIZ HALLOWEEN....





________________________
Por María del Pino.